El odio es un sentimiento natural. Ya lo cantaba con cierta ironía el grupo Ha*Ash: “En tu forma de involucrarme, ¡Ay como odio amarte! Más que negarlo quisiera olvidarlo, pero hay algo entre los dos. Deja de sentir algo a tú corazón, toma todo más en serio o yo te digo adiós”. Esa es una manera romántica de hablar de ese sentimiento extremo, pero lo que sucede ahora en el mundo, no tiene nada de romántico.
Hace algunos meses la Organización de las Naciones Unidas advirtió que el discurso de odio se ha generalizado en los sistemas políticos y amenaza los valores democráticos, la estabilidad social y la paz, pero sobre todo debilita el tejido social de los países.
La advertencia se lanzó para prevenir los conflictos armados, crímenes y el terrorismo, pero también lo colocaron como factor para la violencia contra las mujeres y la violación a derechos humanos.
El odio es definido como un intento de rechazar y eliminar lo que causa disgusto. Se odia a lo que se cree inferior, a lo diferente y se considera el principio regulador de los totalitarismos y el racismo, esto es, el odio es la moneda de cambio de quien ostenta el poder y busca su conservación con la estrategia de proteger valores de convivencia, bienestar, de superioridad sobre otros.
La psicología atribuye el odio a malas experiencias del pasado, infunde la idea que los otros tienen una moralidad corrompida, son incompetentes e inferiores. A este tipo de personas se le llama misántropos.
En Europa el odio está a la orden del día y se desplaza con el crecimiento de la ultraderecha, que a través de políticas populistas, designa enemigos, nuevos o viejos, se divide en bandos y se busca generar un conflicto perpetuo que beneficia a quienes siembran las semillas de odio, traducidas como valores buenos y que convienen, nacionalismos fincados en valores y tradiciones fundacionales, viejas convenciones sociales.
En España los enemigos son los independentistas o los republicanos opresores, depende del bando. En Francia y Alemania los extranjeros, en Estados Unidos todo lo diferente, en México, todos los que no estén de acuerdo con la idea de nación. En Medio Oriente, todo Occidente es el enemigo.
Los beneficiarios de la política de odio son los que ostentan el poder, detrás del odio disuelven todos los problemas, reales o inventados, a quienes siguen la idea de un sistema ideal, perfecto, que siempre ponen en riesgo “los otros”. El odio es la carta abierta para combatir lo que no esté de acuerdo con una idea, pero sobre todo ensanchar la brecha de desigualdad, que arroja a quienes la padecen, a un sistema clientelar, donde la promesa de acabar con la injusticia social genera una esperanza construida, por ejemplo, en apoyos económicos que ayudan a salir de la desigualdad a muy largo plazo y donde se pone a operar el miedo como herramienta para mantener este sistema, se argumenta que la llegada de otra idea de nación, acabará con ese bienestar y la respuesta se traduce en votos.
La administración del odio es maquiavélica, quien impone el discurso de odio aleja la mirada de la mecánica social ascendente y orilla a la confrontación de la que sólo gana quien abre y cierra la llave de los nuevos enemigos, que a veces son imaginarios, por eso puede más la fe, ahí el peligro de confundir el amor a la causa con odio.